martes, 24 de febrero de 2009

Programa: La quinta de Beethoven

La Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador en el borde del trampolín.

Cuando Ludwig van Beethoven estrenó su largamente trabajada Quinta Sinfonía Opus 67, la ubicó dentro de un amplísimo programa que incluyó la Sexta Sinfonía Opus 68, el aria Ah, perfido! Op. 65, el Gloria, el Sanctus y el Benedictus de la Misa en Do mayor Op. 86, el Concierto para piano n.° 4 Op. 58, y la Fantasía coral Op. 80, todas obras compuestas, dirigidas e interpretadas aquella noche por él mismo, incluso frente al pianoforte, cerrando de manera excepcional uno de los ciclos más importantes de la música académica occidental y enterrando detrás de él su capacidad de audición, así como también a un viejo instrumento, el clavicémbalo, genio y figura del desgastado barroco.

Creo que la hazaña de Ludwig no estaba exenta de significación, o más bien dicho, creo que el significado que le intento adjudicar, desde la lectura simbólica del hecho, me enfrenta con algunas claves dignas de mención: la constitución de un discurso clásico de narración musical que se toma de la mano de Aristóteles para contar a través de sus estructuras aquello que inunda el deseo del creador, la irrupción de la técnica y los instrumentos en la sublaternidad de la razón occidental y el inconmensurable impulso de un músico que perdía su oído con el que jamás escucharía la interpretación de sus obras finales.

Nada que tenga que ver con la música clásica puede arrancar sin antes decir esto que he esbozado previamente. Me atrevería a decir que nada, en lo absoluto, en el absoluto musical o artístico puede hacerlo sin tomar en cuenta la instauración del canon. De hecho, la invención del primer CD -o soporte digital óptico en disco-, se dice que es presa de esta medida: la quita de Beethoven.

Esto la convierte en un mito y a la vez en un objeto de deseo inalcanzable para las agrupaciones musicales sinfónicas de todo el mundo. Siempre intentando una nueva interpretación más justa, más personal, más acertada del manuscrito alemán. Tiende tretas a directores, garantiza el éxito de orquestas, debe extasiar al público, etc.

Demasiada información como para presenciar su lectura de manera inocente (quizá también su estudio). Pero también la información justa como para dar pautas necesarias que ayuden a entender la obra. Porque esta obra es fundamentalmente para entender.

Exposición, nudo y desenlace. Un axioma que en algunos casos es de fe, pero que también sintetiza razonablemente las vibrantes repeticiones de la melodía clásica, su revisión en cada loop y su transformación en períodos, frases, y movimientos; un diseño que lleva oculto un mapa para la escucha. La quinta es un excelente broche de reloj que tiene mucho que contar. Aristóteles pondría mucho acento en el nudo, sin él la narración perdería trascendencia inevitablemente, el conflicto desaparecería.

Técnicamente la Quinta Sinfonía plantea una exposición sencilla y potente en el primer movimiento, un entramado nudo nebuloso en su segundo movimiento en el que dos temas, de forma alternada se disputan el discurrir de la narración, primero los violines y luego los vientos y finalmente un tercer y cuarto movimientos que no se pueden disociar pues elaboran progresivamente la trama de un desenlace claro y que, si me permiten, siembra ardorosamente la simiente del romanticismo en el inconsciente colectivo de la humanidad: la percepción del destino: el límite de la fe.

Plásticamente la quita requiere de energía. Hablaba con un conocido crítico que vio la gala de la Sinfónica del Ecuador, aquella noche en el Teatro Nacional Sucre y él refería incómodo la audición de ese segundo movimiento. Argumentaba que le faltaba mucha sutileza a los vientos (como siempre, diría), que las cuerdas son fabulosas pero que los vientos aplastaron su empeño. Yo estoy bastante de acuerdo con la valoración de las cuerdas de nuestra pequeña orquesta, sin embargo alcancé profundos sentimientos con los cornos y el clarinete. Juzgo adecuado llamar la atención del director en este sentido: No encuentro un adecuado equilibrio con esta orquesta para esta obra. No obstante los vientos sí que están a la altura de la obra de Beethoven, en otra orquesta quizá.

Para terminar, el programa de la noche. En lectura comparada con el Puccini que antecedió a este artículo, donde la orquesta moduló adecuadísimamente con la apuesta lírica, la noche de la quinta, no tuvo igual lucimiento. Esto no quiere decir, sin embargo, que se invalide su intervención, pero por simple dimensión técnica, por favor, señor director, no ponga es este predicamento a los músicos de su orquesta. Pareciera que la elección, quizá osada del magno Beethoven, es una frente al reto que supone esta obra. Supone también una deliberada pretenciosidad, al incluirla en programa tan ecléctico como es compartirla con un Nikolái Rimski-Kórsakov y sin arpa ni arpista. Esto no es un eufemismo, es pura realidad. Un programa grande que se quedo un poco lejos del lugar que prometía.

El director de la Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador demuestra un gran conocimiento y por sobre todas las cosas una enorme sensibilidad para sugerir la música que compartir con los músicos; es verdad que cuenta con un excelente concertino y algunas figuras de largo recorrido entre las cuerdas (Frías, Guiñes, Bonilla); un entusiasmo desbordante para tomar la batuta que se desliza por cada recoveco de su memoria, intentando poner en el aire aquella música que suena en su mente, pero quizá se está olvidando de los instrumentos con los que cuenta… o quizá, pide más y no se le concede, eso no lo puedo asegurar. Al final del concierto, un chico que salía abrochándose un abrigo de casimir de espiga decía: “Lástima, a esta orquesta le hace falta un jueguito de violines…”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tenía un mail pendiente, Cubbie, y es que me encantó este crítica. Usté... pilota :-)