domingo, 30 de noviembre de 2008

La foto

Había llegado a Madrid apenas diez meses antes. Lo liminar fue un errado encuentro amoroso para el acierto más grande de mi vida: verme a mí, tal como soy. Sumas y restas que no nos damos cuenta que la vida nos obliga a llevar y descubrir alguna tórrida vez, para sobrevivirla, para superarla, para crecer. Dos chicos latinoamericanos conociéndose en Madrid a golpe de piel y mentira. El mundo gay, incipiente, desmoronando inexorablemente las prácticas oscuras de la homosexualidad; nosotros, testigos y cobayas voluntarias de la imparable máquina, entrábamos a los bares donde los hombres se besaban con otros hombres, como si de una excusión irrenunciable hacia la madurez, una prueba de una logia o un bautizo de novatos se tratara. El ambiente. Arriba, en áticos iluminados en la noche térmica, otro mundo, más secreto y más cosmopolita se esbozaba en la imaginación. Abajo, cuatro o cinco antros que hoy más bien me causan nostalgia, cernían mariquitas diversos por sus puertas. Los locales históricos con nombres imposibles Rimmel, Cruissing, Ales, Heaven, Balck&White. Sitios que empezaron una carrera desbordada para sobrevivir a la normalización y la irrupción del big-brother-gay (made in América.) Algunos consiguieron el cometido, poniéndole una luz al cuarto oscuro y pintándolo de algún color claro -usualmente rosa o azul de neón. Otros, se anclaron ortodoxos en sus prácticas y haceres. Hoy todavía al entrar en alguno de ellos, de la calle Gravina, en Chueca, puedes oler el mismo aroma a desinfectante alcohol y feromonas que la costumbre y la fidelidad al mercado, la única que existe, marca como un emblema del recuerdo.
En ese paisaje vivía. Seguramente subiendo y bajando continuamente, todos los días, del ático al sótano del gueto homosexual. Me lo imagino travieso, pidiendo cinco minutos para regresar de los bajos fondos para poder fabular una historia fantástica y humoral con algún chico espléndido, de poca fortuna, que sin embrago contó con la fortuna de conocerlo, de acariciar aquel pelo maravilloso y escuchar su delicada voz llena de palabras certeras pero suaves como niños. O tal vez, bajaban en jorga, en gavilla, maduros todos, generaban risas e indiferencia entre los más jóvenes. Yo mismo ví en alguna ocasión al poeta insigne de las gafas de colores con el narrador impecable de peinado pelo blanco, apoyados en la barra del Ricks, escuchando mi burlona tienta embadurnada de más de dos copas de wisky con cocacola: ¿vosotros sois escritores, verdad? Para darles enseguida la espalda, al rato de ser atendido por el barman de impresionante pelo engominado como un cepillo. Ellos reían. Supongo que me miraban la espalda y describían dibujos con sus ojos.
Los meses fueron cortos, el dinero todavía más. Las salidas puntualísimas se espaciaron drásticamente hasta desaparecer para el final del año escolar. Un viaje planificado para ponerle fin a la aventura romántica y apenas dos días en Madrid para buscar un negocio que era una verdadera rareza: una librería gay que tenía el nombre de una runa vikinga, fuera del barrio donde estaban los locales para hombres (todavía no se podía llamar barrio gay.) Una tarde de verano, no muy cálida y llena de deseos de salir al mar, donde quiera que esté.
Las estanterías tenían libros, dos o tres películas de temática homosexual, bisutería de aros arcoiris, postales de fotografías artísticas de hombres desnudos, artículos eróticos como dildos, super dildos, extra super dildos y pegatinas con el triángulo rosa y el arcoiris. Yo me compré un ensayo de un tal Leopoldo Alas. Vi su fotografía en la solapa, tenía un gato o gata y parecía que estaba desnudo, con una bata de seda para salir de la cama. Pero fue una vista rápida.
Después del viaje a la playa, donde creí enamorarme por primera vez en la vida, leí el libro completamente, en el tren de regreso a Madrid. Al cerrar la última hoja, en un impulso, volví a la solapa del comienzo, porque recordé la fotografía: Paola Pontelli, retrato de Leopoldo Alas a los 17 años con su gato Trufa. Recorrí asombrado su intensa mirada y el detalle del retrato, la piel, su mano y la dócil firmeza con la que sostenía la suave arquitectura peluda del gato, casi podía percibir como olfateaba al felino mientras la fotógrafa disparaba el obturador. Pensé, equívocamente un pensamiento, no, ¡dos!, pensé al mismo tiempo que así debía de ser aquel hombre al quien yo ame y también que él era el hombre a quien yo quería amar. Él. El escritor que narró a África entera tocando el tam-tam, aquel que, apenas tres años después pude conocer por una casualidad del destino, aquel con quien compartí algunas noches de algunos veranos que él tanto odiaba, porque en verano se ama aunque sea fugazmente, y a él el amor le daba miedo, o más bien, tener miedo era su forma de amar, a él… de quien, definitivamente, me enamoré como un loco para siempre y a quien compartí con todos los hombres que él decidió tener porque yo nunca le dije esto, que hoy, meses después de su muerte, he llegado a escribir.

domingo, 30 de marzo de 2008

15 step

Ahora escucho Belle & Sebastian y la marea de aquellos días en que jugaba a enamorar a aquel chico, vuelve inocente. Casi recupero la sensación del smog y el frío que hacía sobre aquella bicicleta, las ganas de que el día acabe pronto, para que la hora de la noche me encuentre sobre la bici, otra vez, de norte a sur, en busca del amor.

Días de sabor dulce y violento, días de gloria. Como una fantasía se terminaron, y pronto llegó un verano que siempre, siempre, tuvo el golpe de un final.

No me resigno.

sábado, 29 de marzo de 2008

El compás de aluminio

Es muy bonito volar.

Nadie, ni siquiera los hombres que trabajan en aviones pueden dejar de mirar extasiados la escotilla del avión cuando este gira, invirtiendo sus alas como un compás que se queda estático mientras la tierra gira, abajo.

Hoy lo pensaba mientras volaba en un vuelo doméstico de apenas treinta y cinco minutos.

Una ciudad cálida y bizarra color ladrillo y latón giraba por la escotilla izquierda donde se había sentado un tripulante que antes se había persignado tres veces seguidas, cuando los motores empezaron a empujar aquellas toneladas de aluminio y la pista se venía hacia atrás de forma continua y violenta.

Aire y tierra, y sensación de fuerza. Mi cuerpo suspendido en el aire, el bolso con el ordenador portátil, todo el peso de los recuerdos también volando, de un lugar a otro. Ahora mismo otro recuerdo.

Cuando era niño, me encantaba viajar sólo por el hecho de volar.

Ahora ya no soy un niño.