sábado, 29 de agosto de 2020

León Lucien


Esta es una mitología.

Cuentan que cuando nací, todos ya sabían que iba a ser varón y me llamaría León, por Trotsky. Mi padre, Orlando David, había heredado su nombre del mestizaje deseante de su madre, Blanca y su padre José David. Orlando, como el Furioso de Ariosto y David, por su padre. 

Cuentan también que ambos no tuvieron buena relación; que el rechazo a su padre, provenía de las malas artes de mi bisabuela Barbarita, que conmovida por el abandono del médico en prácticas que había preñado a su hija, se juró sembrar en su nieto un odio tsunámico en contra del indio de Riobamba. 

Lamentablemente así ocurrió y mi padre cortó para siempre con su padre, al punto que -cuentan los que saben-, logró expulsarlo del país y para ello fue parte de la vanguardia de la reforma universitaria de Manuel Agustín Aguirre, la que instauró el libre acceso a la educación universitaria y de paso expulsó a la Universidad de Pittsburg de la Universidad Central del Ecuador, ya que habían colonizado con la institución de una facultad de Ciencias Exactas (donde estudiaba mi padre, por cierto).

José David, mi abuelo, cuentan que se fue a Pittsburg, como catedrático de Anatomía, se llevó a su familia funcional y se hizo gringo. Yo no lo conocí, aunque fue profesor de Biología de mi madre en el Colegio Espejo de Mujeres y compañero de mi abuelo materno, tanto en el Colegio Mejía como en la Universidad Central, donde ambos eran profesores. Todo esto era un secreto a voces.

Llevamos con orgullo y amor el apellido de mi abuela Blanca y mi padre, a pesar de que pensó no proyectar en nada ni nadie, la imagen de su padre, nunca más, me puso León, por Trotsky, ajeno, tal vez inconsciente de que el apellido le otorgaba a Trotsky, un nombre singular (el nombre del Padre, que diría Lacan):

León Davídovich Bronshteyn.

Mi padre no fue un hombre que construyera en mí una confianza en el Estado y la democracia que nos gobierna. Siempre desde muy pequeño me hablo de la ficción política que organiza la vida de la explotación capitalista. Cuentan, los que saben, entre ellos mi madre, que no inscribieron mis nombres hasta bien entrados un par de años de mi vida. Yo ya era León, el deseado León del amor que los unió, pero también (para mi peso), el deseado Trotsky para la transformación social en el Ecuador. Nunca saben los padres, con cuanta carga nos pesan al nombrarnos...

Una vez, también cuentan, que la lucidez de un compañero de partido de mis padres, un tal Mesías, que había ido a visitarlos para conocer al guagua, había reflexionado en voz alta: 

- “Oye Orlando, ¿cómo le pones León a este guagua tan dulce..? ¿Y tú le dejas, Amanda? Este guagua no puede llamarse solo León, ¡qué duro! - Y dándose la vuelta sobre sus pies, se encontró con una biblioteca llena de libros proscritos por la dictadura y eligiendo detenidamente, sacó un libro y continuó...

- “Lucien, así tiene que llamarse: León Lucien”, refiriéndose a Lucien Goldmann, filósofo marxista del que mi padre tenía algún tratado sobre pedagogía, me parece.

Mis padres tomaron la iniciativa como propia y así terminé llamándome.

Las personas que me conocen hasta que cumplí los diez años de edad me llaman Lucien. A mi abuela Filomena le pareció muy adecuada la sugerencia del amigo del Partido Socialista Revolucionario del Ecuador, y al sonido afrancesado de mi segundo nombre, lo instituyó como si fuese mi primer y único nombre; mi abuela paterna, en cambio, de escuchar que mi padre y mi madre solo me llamaban León, me decía Leoncito.

Cuando, por un cambio radical de vivienda, dejamos Quito para vivir en Tumbaco, de sol, campo y 45 minutos de bus para el colegio, una vez, cuando me preguntaron mi nombre en el colegio (en el mismo Colegio Mejía de mis abuelos, mis tíos, mi padre y yo), respondí imbuido de una fuerza que no era propia, pero que la reconocía como mía, fírmemente: Me llamo León. Ya siempre me llamé León a partir de ese momento y mucha de esa gente que me conoce de antes de los diez años, y aquellos de la rama familiar de mi madre, todavía se atragantan cuando me tienen que llamar León, porque para ellos soy Lucien.


Mi abuela Filomena, que acaba de morir, me decía Lucianito; mi abuelo Pucho, Lucio; Amanda, mi madre, algunas veces, Lucindo... 

¿Quién soy yo para atragantarles con mi nombre a las personas que me quieren?

Si finalmente debí llamarme León David, por cosas de la mitología, soy fundador de una nueva rama en esa narración ancestral, que desplaza al David por Lucien, aunque seré siempre León, por Trosky, que me recuerda a mi padre.

Llamadme como el afecto os remita, muchas gracias.