martes, 26 de noviembre de 2019

El duelo

Ivan Aivazovsky

Un día, varios años después, lloré la muerte de mi padre. Fue una Epifanía, si se la puede llamar así, un encuentro mágico con el duelo. Ahora feliz, recuerdo con nostalgia esa dura representación de una versión de mí que no conocía.

Gustavo era un hombre bellísimo, un modelo de belleza. Literalmente. Delante de él, una copa de vino de cepa Malbec. A su lado, Martina,  de mirada suave, quizá por la presencia de Gustavo, intenta simplemente estar.

"El Malbec es una cepa gay, León". Él desliza una gota generosa de vino en su boca deliciosa y me mira lúbrico y divertido. Me cuenta que en su país que cuelga del Río de la Plata, quien pide Malbec, pide un vino suave, poco resistente a las papilas gustativas, pero profundo y antiguo. Hemos decidido tomar todos esa cepa, cuando han dejado que yo tome esa decisión.

No pude continuar la frase de respuesta que había empezado. "Mi padre era..." Mi cuerpo lloraba y yo, con la cabeza gacha simplemente, asustado, intentaba sencillamente no emitir sonidos.

- Perdonad, resolví alzando la mirada.
- No. Has llorado como un hombre, me dijo Gustavo, bajando la mirada y tomando la rodilla de Martina. Fugazmente, durante unos segundos, fueron la pareja que hace mucho no eran. Y que jamás volvieron a ser, por otro lado.

Descubrí que era mentira que mi padre no hubiese hecho una relación profunda conmigo.

Que la muerte era mentira, mentira, mentira.

jueves, 20 de junio de 2019

El Jardín de los Amores Caníbales*

Siglos de siglos y solo en el presente
ocurren los hechos;
innumerables hombres en el aire, 
en la tierra y el mar, 
y todo lo que realmente pasa me pasa a mí. 
Jorge Luis Borges



Esta es una novela melancólica. 

He terminado, no tengo que decir más. Lo que reste serán palabras que intento modelar, adiestrar, domesticar, y que salen del geiser magnífico de la herida. 

El desorden atribulado de hechos y narraciones uber espaciales y temporales -no importa-, el hilo mágico de la poesía, teje un camino firme y contradictorio a lo largo de las palabras. Eso y el deseo, agazapado del cuerpo de la voz narrativa, a su deriva, espoleado por ella y a la zaga de otros cuerpos, de las referencias que inundan las líneas de negro sobre blanco. 

María Rondot, en la foto que da portada al libro.
Cuerpos entrelazados por palabras. Palabras que atan a otras en torno a los cuerpos, a través del diálogo o la descripción que hace el diálogo cuando no tiene una acción consciente; la voz narrativa que describe, y siente, y se pierde en el placer del intercambio con el otro, en la obsesión neurótica por ser uno mismo y el objeto de su mirada también; ese silencio del otro en la charla, donde intuimos nada -y él sigue lucubrando para sí, en la eterna inmanencia gozosa del yo. Ataduras sintagmáticas que recuerdan el gesto ingrávido de la mano deseada e impuesta, la que nos obliga al amor.

Este autor, que actor de un narcisismo irrenunciable, se pierde en la locura desordenada del tiempo, de los tiempos, donde se bifurcan los caminos del ciego de Buenos Aires; este autor descuartizado por la distancia andina entre Quito y Cuenca, brecha de su corazón; este autor se emborracha y desorienta en el límite del horizonte de sucesos, en este jardín de amores devastados y torpes, con pequeños gozos, y triunfos pequeños; esta voz narrativa auto referencial -y desdeñosa de mirarse a sí-, es el valor supremo en la novela que discurrirá para el lector que continúe; este escritor abandonado al inconsciente, que se desnuda en sus historias, no se tapa impunemente el sexo cuando se ve descubierto por su propia mirada crítica, no construye un ídolo de autor, se expone y ata a otros y a otras en esta lava lenta de la vida.

* * *

Jardines hay muchos y todos los contiene este texto de amores vaporosos. Todos nos vienen a la cabeza (¿a cual? Piensa el vulgar que habita en el realismo sucio de nuestra sombra), el de Hieronymus Bosch, el de Dulce María Loynaz, realista y mágica, en latitudes del trópico cálido, que sólo puede fundirse en la imagen de una terma de los andes, ¿o será de Islandia, visitada en un segundo risueño de la fantasía millennial? Raves, vino hervido, un café en Lisboa, el frío de Quito, todo mezclado, todo vertiginoso, el aderezo son beats en Lo-Fi. Jardines bucólicos e intoxicados de contemporaneidad, pero melancólica. 

Esto es una novela, poemática, pero novela, no hay que confundirse.

Todo lo triste es hermoso. El imperativo trágico del siglo, que apaga los rescoldos de la devastación romántica, el sello de la modernidad, la huella que esta dejó. En otros lados. Aquí, el aire atrapado en el ethos de un barroco alcohólico que se ha dormido en las aceras de las calles, no se puede ir, es un aire perfumado hasta el empalago. Esa modernidad ficticia contra la que luchan los artistas les vuelve aún más románticos, qué gracioso. Estas palabras, no. Los sintagmas tristes y perplejos, posmodernos pero vestidos de estas ciudades andinas, son la mejor muestra de una utopía de la fragmentación. Esa espiritualidad tan individualista, fordiana y pornográfica del ahora. Estos paisajes emocionales, desnudos, con la insitente voz del narrador, de su mano, a través del espejo, viven (en las delicias de El Bosco, Adan y Eva, simulan este acto).  

* * *

Abro un libro y no sé por donde empezar, pero esa energía la tomo para, decidido avanzar firmemente al avismo de su lectura, a sabiendas de la catástrofe. Abro un libro porque necesito una catástrofe, una catástrofe para saber que estoy vivo. Me topo con un prólogo: no lo leo. El prólogo es un obstáculo, agradecido, pero que actúa como peaje. Me gusta más prefacio, como si hubiese una cara antes de la cara, la cara del autor, esa que difícilmente atrapa la contatapa de la edición de lujo, el banner promocional, la red social de la actualidad. El prólogo, es un logo anticipado a otro. (Pró-logo). Sobre ello, no me quiero arriesgar. A lo mejor, el autor y la editorial no son muy afectos a vincular su trabajo a un logos, sino a un disparate o a un delirio (cosa bella).

Pre-faciar es salir en la foto. Una foto en la no quiere salir el autor, o de la que se escapa. Escapémonos. Como cuando, en el estreno, el director de teatro abandona al elenco a la suerte de lo que pase en esas tablas. Muchas veces acompañé a mi maestro a tomarse un trago, mientras ocurría el estreno, solo pero acompañado, nervioso, espectante de esos aplausos,  dinerillo y sueldo de Narciso. Entonces, me gusta prefacio, dos caras escapando mientras miles de ojos leen las letras.

Entrante propongo como envite, y es una muy sencilla invitación al lector, a que pase mientras ocurre la fuga, porque la cosa ya está, se escribió, se leyó, se editó y se empacó, ahora háganse cargo ustedes, disfruten o no.

Ahora, tentadero, ya es de mi cosecha propia. Más que por taurino, por el deseo. Este es un espacio de tienta. Toquémonos y pasen –si pasan. Todo lo que pesa, pasa

Abro la puerta.

En la oscuridad del placard reverdece un jardín, y en él, el deseo, como un animal salvaje, habita.



León Sierra Páez

San Marcos, 4 de marzo de 2019



* Texto producido para prefaciar el libro, solicitado por la Editorial. Finalmente se usó como texto promocional.