sábado, 28 de febrero de 2009

Russian Red

Bo Peep ve la tele

....................algo pasa

................y

......................me conecto.

Recuerdo

quizá
en algún error ingenuo empezamos a olvidar
quizá.

bucles súbitos en nuestro miedo
cual tobogán
las lágrimas caen
virtuales
-yo río.

la emoción es una representación del recuerdo.

martes, 24 de febrero de 2009

Programa: La quinta de Beethoven

La Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador en el borde del trampolín.

Cuando Ludwig van Beethoven estrenó su largamente trabajada Quinta Sinfonía Opus 67, la ubicó dentro de un amplísimo programa que incluyó la Sexta Sinfonía Opus 68, el aria Ah, perfido! Op. 65, el Gloria, el Sanctus y el Benedictus de la Misa en Do mayor Op. 86, el Concierto para piano n.° 4 Op. 58, y la Fantasía coral Op. 80, todas obras compuestas, dirigidas e interpretadas aquella noche por él mismo, incluso frente al pianoforte, cerrando de manera excepcional uno de los ciclos más importantes de la música académica occidental y enterrando detrás de él su capacidad de audición, así como también a un viejo instrumento, el clavicémbalo, genio y figura del desgastado barroco.

Creo que la hazaña de Ludwig no estaba exenta de significación, o más bien dicho, creo que el significado que le intento adjudicar, desde la lectura simbólica del hecho, me enfrenta con algunas claves dignas de mención: la constitución de un discurso clásico de narración musical que se toma de la mano de Aristóteles para contar a través de sus estructuras aquello que inunda el deseo del creador, la irrupción de la técnica y los instrumentos en la sublaternidad de la razón occidental y el inconmensurable impulso de un músico que perdía su oído con el que jamás escucharía la interpretación de sus obras finales.

Nada que tenga que ver con la música clásica puede arrancar sin antes decir esto que he esbozado previamente. Me atrevería a decir que nada, en lo absoluto, en el absoluto musical o artístico puede hacerlo sin tomar en cuenta la instauración del canon. De hecho, la invención del primer CD -o soporte digital óptico en disco-, se dice que es presa de esta medida: la quita de Beethoven.

Esto la convierte en un mito y a la vez en un objeto de deseo inalcanzable para las agrupaciones musicales sinfónicas de todo el mundo. Siempre intentando una nueva interpretación más justa, más personal, más acertada del manuscrito alemán. Tiende tretas a directores, garantiza el éxito de orquestas, debe extasiar al público, etc.

Demasiada información como para presenciar su lectura de manera inocente (quizá también su estudio). Pero también la información justa como para dar pautas necesarias que ayuden a entender la obra. Porque esta obra es fundamentalmente para entender.

Exposición, nudo y desenlace. Un axioma que en algunos casos es de fe, pero que también sintetiza razonablemente las vibrantes repeticiones de la melodía clásica, su revisión en cada loop y su transformación en períodos, frases, y movimientos; un diseño que lleva oculto un mapa para la escucha. La quinta es un excelente broche de reloj que tiene mucho que contar. Aristóteles pondría mucho acento en el nudo, sin él la narración perdería trascendencia inevitablemente, el conflicto desaparecería.

Técnicamente la Quinta Sinfonía plantea una exposición sencilla y potente en el primer movimiento, un entramado nudo nebuloso en su segundo movimiento en el que dos temas, de forma alternada se disputan el discurrir de la narración, primero los violines y luego los vientos y finalmente un tercer y cuarto movimientos que no se pueden disociar pues elaboran progresivamente la trama de un desenlace claro y que, si me permiten, siembra ardorosamente la simiente del romanticismo en el inconsciente colectivo de la humanidad: la percepción del destino: el límite de la fe.

Plásticamente la quita requiere de energía. Hablaba con un conocido crítico que vio la gala de la Sinfónica del Ecuador, aquella noche en el Teatro Nacional Sucre y él refería incómodo la audición de ese segundo movimiento. Argumentaba que le faltaba mucha sutileza a los vientos (como siempre, diría), que las cuerdas son fabulosas pero que los vientos aplastaron su empeño. Yo estoy bastante de acuerdo con la valoración de las cuerdas de nuestra pequeña orquesta, sin embargo alcancé profundos sentimientos con los cornos y el clarinete. Juzgo adecuado llamar la atención del director en este sentido: No encuentro un adecuado equilibrio con esta orquesta para esta obra. No obstante los vientos sí que están a la altura de la obra de Beethoven, en otra orquesta quizá.

Para terminar, el programa de la noche. En lectura comparada con el Puccini que antecedió a este artículo, donde la orquesta moduló adecuadísimamente con la apuesta lírica, la noche de la quinta, no tuvo igual lucimiento. Esto no quiere decir, sin embargo, que se invalide su intervención, pero por simple dimensión técnica, por favor, señor director, no ponga es este predicamento a los músicos de su orquesta. Pareciera que la elección, quizá osada del magno Beethoven, es una frente al reto que supone esta obra. Supone también una deliberada pretenciosidad, al incluirla en programa tan ecléctico como es compartirla con un Nikolái Rimski-Kórsakov y sin arpa ni arpista. Esto no es un eufemismo, es pura realidad. Un programa grande que se quedo un poco lejos del lugar que prometía.

El director de la Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador demuestra un gran conocimiento y por sobre todas las cosas una enorme sensibilidad para sugerir la música que compartir con los músicos; es verdad que cuenta con un excelente concertino y algunas figuras de largo recorrido entre las cuerdas (Frías, Guiñes, Bonilla); un entusiasmo desbordante para tomar la batuta que se desliza por cada recoveco de su memoria, intentando poner en el aire aquella música que suena en su mente, pero quizá se está olvidando de los instrumentos con los que cuenta… o quizá, pide más y no se le concede, eso no lo puedo asegurar. Al final del concierto, un chico que salía abrochándose un abrigo de casimir de espiga decía: “Lástima, a esta orquesta le hace falta un jueguito de violines…”

lunes, 23 de febrero de 2009

El standupcomedy en Quito
Caca-culo-pedo-pis.



Un micrófono, una diapositiva en movimiento –una proyección, vamos-, y una pequeña mesita donde reposa una computadora portátil mac. Nada de telones, escenografía, pero sí música dicharachera que recibe al público que poco a poco va llenando la sala, “¡verg…!”, susurra el Ave Jaramillo, mientras se prepara (es un decir) detrás de la pantalla.

Muy cerca del Teatro Patio de Comedias, en sala del Teatro Zero no Zero, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, más de lo mismo: en un pequeñísimo pasillo de piedra, dentro de otro pasillo adaptado, dividido, reinventado para albergar a más de cinco compañías de danza y teatro, espera medio centenar de personas para acceder al teatro. En el escenario, también, escuetamente, un pequeño atril que porta una cartulina dibujada y varios pequeños objetos más bien de atrezzo, detrás, un forillo de tela negra, muy del estilo clown.

Es el contexto físico adecuado donde una actriz o un actor deben resolver un standupcomedy.

En España, reino de la traducción y asesinato de los grandes títulos cinematográficos, se lo llama sencillamente: monólogo. Tan es así que muchos jóvenes que han empezado a estudiar actuación a partir del año 2000, fecha del boom de este género en Europa, creen que no hay más monólogo que pararse frente a un público, romper la cuarta pared y contar más o menos creíbles chistes en donde la narración se entrecruza con la interpretación de ciertas imágenes del texto. Un monólogo ha de ser, entonces, cómico. ¿Qué dirían los modernistas si resucitaran? Me pregunto. O los realistas norteamericanos, donde un Tennessee Williams desarrolló una dramaturgia imbricada capaz de entrelazar dos monólogos como lo es en el texto paradigmático, Háblame como la lluvia y déjame escuchar. En él, una pareja de desgraciados hablan a una soledad rota apenas por un breve encuentro de ambos. Paisajes dramáticos hijos legítimos del mejor Cocteau o el más cruel Pasolini.

El standup, entonces, se yergue (nunca mejor dicho) como la superación post-moderna y marketinera del monólogo clásico del repertorio moderno y éste, cabe recordarlo, del soliloquio de las grandes comedias del Siglo de Oro español y del Drama Isabelino de Marlowe y Shakespeare. Hay un viaje inevitable del colectivo al individuo y viceversa a lo largo de la historia del teatro. Desde que el corifeo se desprende del coro y canta sus dolores a los dioses, hasta la blanca sonrisa de Sammy Davis Jr., al final de los ochentas, el público ha inventado el aplauso, la mofa, el tomate, y en definitiva, todo el racimo nutrido de convenciones que contienen a las artes escénicas. Y el actor occidental ha caído, inevitablemente en una lucha por la representación, que incluso ha determinado el desarrollo de la performática de la vida. Así, actrices y actores mueren cada noche en el intento vano de ser objeto de deseo de un público cada vez más entrenado en ser sujeto deseante. Hombres y mujeres de la escena, intentando ser más mujeres, expuestas y expuestos a poner en juego aquellas construcciones culturales que los convierten en quienes son y dibujando el declive nauseabundo del binario de género que occidente ha posicionado como el gran valor cultural de la modernidad.

Es, pues, a esta altura del cotejo, menester del crítico ubicar políticamente, personalmente, la visión sobre el formato del que se habla.

El stand up comedy juega peligrosamente con el punto de vista del artista que lo elige, si esta elección es ingenua. Ahí donde un sistema de valores de cambio, un sistema cultural me refiero, no puede sostener la sinuosa y perversa contracultura, entendida como todos aquellos valores éticos y morales con los que el artista expresa lo que piensa, nace inevitablemente un artista publicotrópico, que no solo depende del público para comer, sino que depende de él para vivir la insurgencia del arte, su arquetipo creador.




El Ave Jaramillo (Esteban, nombre de pila), es un joven talentosísimo, hay que decirlo. Él está acompañado por Pancho Viñachi, otro brillante en bruto de la nueva camada de artistas visuales de nuestro país, colectivo que engrosa la difusa marea a la que llamamos boom del cine ecuatoriano. Su apuesta, con sus espectáculos El amor apesta (o la venganza del ñu), Ecuatorianos en el espacio y Misterios sin resolver, es una clara inversión por fusilar el formato clásico del standup. Ellos no tienen pretensiones teatrales y conocen muy bien de sus límites. Un salvador “yo hice teatro en el colegio, pero sólo de aficionado…” habla de su humildad escénica, sin embargo, es atrevido y se coloca como un guante un formato que ha entendido naturalmente, como si de una facilidad para articular con la técnica se tratara. Aunque sobre el espectáculo, en conjunto, si lo analizamos desde el punto de vista semántico, habría que decir que apenas ayuda la proyección que han escogido con Viñachi, que es quien realiza los productos visuales, así como se convierte en un mimado técnico de efectos que interactúa con el Ave en el escenario, valiéndose de pequeños gestos y silencios cómplices. No veo un desarrollo autónomo del lenguaje visual. Por momentos éste sirve para literalizar el chiste por contraponer o por resaltar la narrativa. Hay cosas que la expresión gestual, la precisión del comediante debe bastar para construir adecuadamente la imagen en el pensamiento del espectador. Pequeño fallo que sólo la práctica, en este caso, podrá limar. Otra cosa sería si viviésemos en una ciudad o país donde existan instituciones como la Stand Up University de Nueva York (http://www.stanupu.com), donde se especializan y aprenden quienes quieren convertirse en monologuistas Esto cambiaría el panorama y la crítica sería más exigente. Aún así, quiero romper una lanza por la seriedad con la que el Avecopia” la técnica de manera intuitiva.



En el otro teatro, el de la Casa de la Cultura, una experimentada María Beatriz Vergara repasa un formato en el que se siente muy cómoda. Pareciera que el público también está muy confortable y reconoce lo que ve: signos de una dramaturgia comprensible con la que ha epatado y que no es más que una narrativa popular con tipos más o menos reconocibles, mayormente en la comadre de Michelena, y la quiteña, confección de Elena Torres; elementos que se insertan en nuestro inconsciente colectivo, sobre todo a raíz del fenómeno marujil-leucémico, que no para de reinventarse en el panorama teatral de Quito y que ha tomado, incluso ya, hasta campañas publicitarias de televisión (¡Shovaaaany, pasame la chauchera!). Con Jarabe de Pico, su última creación, La actriz Vergara coquetea con estos argumentos pero mantiene elementos de puesta en escena de su anterior trabajo, Ser Mamá o morir en el intento, donde el mismo personaje, vestido en otro color, contaba una narrativa similar aunque quizá más coloquial.

Al margen del casi completo olvido por la educación del público (pienso en Brecht y sus Piezas Didácticas), una dinámica que tiene la obligación de tener en cuenta a unas personas que asisten con más o menos puntualidad, pagan un no moderado precio por ver una función que de sobra saben que es mentira, y aplauden al final, ambas apuestas escénicas, vanguardistas en cuanto al formato, olvidan el propio formato. La impuntualidad, la falta de información traducida en un pequeño programa de mano (por omisión o ignorancia de cómo hacerlo), son dificultades que se nos presentan como espacios de trabajo a mejorar para bien de la propuesta.

Eso, y la ya mencionada visión de candidez que de ser cierta, debiera sacudir la vergüenza de unos artistas que están transitando ya bastante rato por esta profesión, en el caso de los Zero no Zero.

Para el Ave: yo no creo en el talento. Hablar de talento en crítica seria es como declararse un neófito. El arte del actor es, sobre bastantes cosas, una técnica mediante la cual podemos alcanzar poética. Trabajando. Una anécdota que es muy amable: cuando a Picasso le preguntaron que qué era el talento, él respondió que no creía que existiese, pero de existir, prefería que le encuentre trabajando. Sea.

lunes, 9 de febrero de 2009

Ensayo de desdén

nos gustaría un aplazamiento del ansia,
nos gustaría.

la herrumbre nos alimenta
tóxica,
vieja,
hampa.

este sueño romántico pierde perspectivas;
como cualquier sueño romántico
en el que los hombres,
dueños de la historia,
avaros,
bobos,
duermen sus egos entre nubes fantásticas y deseo.

el deseo se come el hambre
y el hombre
come ansiedad.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Dicitencello vuie

una rueda que regresa en forma de llanto. una elíptica rueda de bicicleta vieja que acompaña un recuerdo infantil, donde me veo de la mano de mi mismo. un vapor de sueño y lata que da vueltas en la piscina de la noche... ideas, pensares, palabras. ahora en este espacio de espera se abren los días lentamente. el tiempo es rápido.
¿por qué la melancolía? larga dicha triste y empedrada.
escucho una canción que rueda abombada, haciendo sonido de metal.
la voz se llena en la pared.
la voz se pierde.
yo no hago otra cosa que regresar, insitentemente.


Dicitencello a 'sta cumpagna vosta
ch'aggio perduto 'o suonno e 'a fantasia
ca 'a penzo sempre.
Che é tutta 'a vita mia
i' nce 'o vvulesse dicere,
ma nun nce 'o ssaccio di!

A' voglio bbene,
A' voglio bbene assaie,
Dicitencello, vuie ca nun m' 'a scordo maie!
E''na passiona...
cchiù forte 'e 'na catena,
ca me turmenta ll'anema
e nun me fa campá.

'Na lacrema lucente v' è caduta...
Diciteme 'nu poco a che penzate...
Cu' st'uocchie doce
vuie sola me guardate...
Levámmece 'sta maschera,
dicimmo 'a veritá.

Te voglio bbene, te voglio bbene assaie
si' ttu chesta catena
ca nun se spezza maie!
Suonno gentile, suspiro mio carnale
te cerco comm'all'aria
te nun me fa campá!