lunes, 23 de febrero de 2009

El standupcomedy en Quito
Caca-culo-pedo-pis.



Un micrófono, una diapositiva en movimiento –una proyección, vamos-, y una pequeña mesita donde reposa una computadora portátil mac. Nada de telones, escenografía, pero sí música dicharachera que recibe al público que poco a poco va llenando la sala, “¡verg…!”, susurra el Ave Jaramillo, mientras se prepara (es un decir) detrás de la pantalla.

Muy cerca del Teatro Patio de Comedias, en sala del Teatro Zero no Zero, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, más de lo mismo: en un pequeñísimo pasillo de piedra, dentro de otro pasillo adaptado, dividido, reinventado para albergar a más de cinco compañías de danza y teatro, espera medio centenar de personas para acceder al teatro. En el escenario, también, escuetamente, un pequeño atril que porta una cartulina dibujada y varios pequeños objetos más bien de atrezzo, detrás, un forillo de tela negra, muy del estilo clown.

Es el contexto físico adecuado donde una actriz o un actor deben resolver un standupcomedy.

En España, reino de la traducción y asesinato de los grandes títulos cinematográficos, se lo llama sencillamente: monólogo. Tan es así que muchos jóvenes que han empezado a estudiar actuación a partir del año 2000, fecha del boom de este género en Europa, creen que no hay más monólogo que pararse frente a un público, romper la cuarta pared y contar más o menos creíbles chistes en donde la narración se entrecruza con la interpretación de ciertas imágenes del texto. Un monólogo ha de ser, entonces, cómico. ¿Qué dirían los modernistas si resucitaran? Me pregunto. O los realistas norteamericanos, donde un Tennessee Williams desarrolló una dramaturgia imbricada capaz de entrelazar dos monólogos como lo es en el texto paradigmático, Háblame como la lluvia y déjame escuchar. En él, una pareja de desgraciados hablan a una soledad rota apenas por un breve encuentro de ambos. Paisajes dramáticos hijos legítimos del mejor Cocteau o el más cruel Pasolini.

El standup, entonces, se yergue (nunca mejor dicho) como la superación post-moderna y marketinera del monólogo clásico del repertorio moderno y éste, cabe recordarlo, del soliloquio de las grandes comedias del Siglo de Oro español y del Drama Isabelino de Marlowe y Shakespeare. Hay un viaje inevitable del colectivo al individuo y viceversa a lo largo de la historia del teatro. Desde que el corifeo se desprende del coro y canta sus dolores a los dioses, hasta la blanca sonrisa de Sammy Davis Jr., al final de los ochentas, el público ha inventado el aplauso, la mofa, el tomate, y en definitiva, todo el racimo nutrido de convenciones que contienen a las artes escénicas. Y el actor occidental ha caído, inevitablemente en una lucha por la representación, que incluso ha determinado el desarrollo de la performática de la vida. Así, actrices y actores mueren cada noche en el intento vano de ser objeto de deseo de un público cada vez más entrenado en ser sujeto deseante. Hombres y mujeres de la escena, intentando ser más mujeres, expuestas y expuestos a poner en juego aquellas construcciones culturales que los convierten en quienes son y dibujando el declive nauseabundo del binario de género que occidente ha posicionado como el gran valor cultural de la modernidad.

Es, pues, a esta altura del cotejo, menester del crítico ubicar políticamente, personalmente, la visión sobre el formato del que se habla.

El stand up comedy juega peligrosamente con el punto de vista del artista que lo elige, si esta elección es ingenua. Ahí donde un sistema de valores de cambio, un sistema cultural me refiero, no puede sostener la sinuosa y perversa contracultura, entendida como todos aquellos valores éticos y morales con los que el artista expresa lo que piensa, nace inevitablemente un artista publicotrópico, que no solo depende del público para comer, sino que depende de él para vivir la insurgencia del arte, su arquetipo creador.




El Ave Jaramillo (Esteban, nombre de pila), es un joven talentosísimo, hay que decirlo. Él está acompañado por Pancho Viñachi, otro brillante en bruto de la nueva camada de artistas visuales de nuestro país, colectivo que engrosa la difusa marea a la que llamamos boom del cine ecuatoriano. Su apuesta, con sus espectáculos El amor apesta (o la venganza del ñu), Ecuatorianos en el espacio y Misterios sin resolver, es una clara inversión por fusilar el formato clásico del standup. Ellos no tienen pretensiones teatrales y conocen muy bien de sus límites. Un salvador “yo hice teatro en el colegio, pero sólo de aficionado…” habla de su humildad escénica, sin embargo, es atrevido y se coloca como un guante un formato que ha entendido naturalmente, como si de una facilidad para articular con la técnica se tratara. Aunque sobre el espectáculo, en conjunto, si lo analizamos desde el punto de vista semántico, habría que decir que apenas ayuda la proyección que han escogido con Viñachi, que es quien realiza los productos visuales, así como se convierte en un mimado técnico de efectos que interactúa con el Ave en el escenario, valiéndose de pequeños gestos y silencios cómplices. No veo un desarrollo autónomo del lenguaje visual. Por momentos éste sirve para literalizar el chiste por contraponer o por resaltar la narrativa. Hay cosas que la expresión gestual, la precisión del comediante debe bastar para construir adecuadamente la imagen en el pensamiento del espectador. Pequeño fallo que sólo la práctica, en este caso, podrá limar. Otra cosa sería si viviésemos en una ciudad o país donde existan instituciones como la Stand Up University de Nueva York (http://www.stanupu.com), donde se especializan y aprenden quienes quieren convertirse en monologuistas Esto cambiaría el panorama y la crítica sería más exigente. Aún así, quiero romper una lanza por la seriedad con la que el Avecopia” la técnica de manera intuitiva.



En el otro teatro, el de la Casa de la Cultura, una experimentada María Beatriz Vergara repasa un formato en el que se siente muy cómoda. Pareciera que el público también está muy confortable y reconoce lo que ve: signos de una dramaturgia comprensible con la que ha epatado y que no es más que una narrativa popular con tipos más o menos reconocibles, mayormente en la comadre de Michelena, y la quiteña, confección de Elena Torres; elementos que se insertan en nuestro inconsciente colectivo, sobre todo a raíz del fenómeno marujil-leucémico, que no para de reinventarse en el panorama teatral de Quito y que ha tomado, incluso ya, hasta campañas publicitarias de televisión (¡Shovaaaany, pasame la chauchera!). Con Jarabe de Pico, su última creación, La actriz Vergara coquetea con estos argumentos pero mantiene elementos de puesta en escena de su anterior trabajo, Ser Mamá o morir en el intento, donde el mismo personaje, vestido en otro color, contaba una narrativa similar aunque quizá más coloquial.

Al margen del casi completo olvido por la educación del público (pienso en Brecht y sus Piezas Didácticas), una dinámica que tiene la obligación de tener en cuenta a unas personas que asisten con más o menos puntualidad, pagan un no moderado precio por ver una función que de sobra saben que es mentira, y aplauden al final, ambas apuestas escénicas, vanguardistas en cuanto al formato, olvidan el propio formato. La impuntualidad, la falta de información traducida en un pequeño programa de mano (por omisión o ignorancia de cómo hacerlo), son dificultades que se nos presentan como espacios de trabajo a mejorar para bien de la propuesta.

Eso, y la ya mencionada visión de candidez que de ser cierta, debiera sacudir la vergüenza de unos artistas que están transitando ya bastante rato por esta profesión, en el caso de los Zero no Zero.

Para el Ave: yo no creo en el talento. Hablar de talento en crítica seria es como declararse un neófito. El arte del actor es, sobre bastantes cosas, una técnica mediante la cual podemos alcanzar poética. Trabajando. Una anécdota que es muy amable: cuando a Picasso le preguntaron que qué era el talento, él respondió que no creía que existiese, pero de existir, prefería que le encuentre trabajando. Sea.

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