sábado, 24 de enero de 2009

En Quito: La Bohème de Puccini
Tenemos una orquesta


león sierra páez

La micro temporada de ópera con que, en noviembre, nos obsequiara la Fundación Municipal Teatro Nacional Sucre (FTNS), me deja algunas dudas que estimo necesario compartir.

Huelgue la alegría y el provecho por asistir a una representación escénica del repertorio posromántico. Había mencionado en anteriores palabras a estas que escribo ahora, la necesidad de los creadores y artistas ecuatorianos por transitar sobre partituras y libretos de autores consagrados. Abrevar de material clásico o ensayar en él, creo que es una escuela pendiente para toda la escena nacional, y en este sentido, la FMTNS, se ocupa de la labor escénica como ninguna otra entidad oficial.

Dicho esto, es necesario avanzar firmemente sobre el resbaladizo terreno de la crítica, que en este y todos los casos, debiera llamarse más bien con el apelativo de apreciación. No toda obra merece tal tratamiento, así como también hay muchas que vienen con etiquetas pre-venta, pero estos son obstáculos que hemos de superar si queremos crecer como espectadores y dueños de este ponderoso esfuerzo, ya que contribuimos a su sustento con nuestros impuestos y además, certificamos las políticas estatales o seccionales –en este caso, las políticas culturales-, con nuestro voto.

Así, la primera incomodidad resulta del sencillo análisis de la accesibilidad económica versus la capacidad adquisitiva de los ciudadanos de la cuidad de Quito, sitio donde se asienta el evento, pero que puede extrapolarse a cualquier ciudad del país. No extenderé un vergonzante dedo acusador exclusivamente sobre la regencia de la FMTNS, pero levanto interrogantes a toda la comunidad de involucrados, siendo estos, desde los políticos, los artistas, pasando por los gestores culturales y concluyendo con el público que intenta, se esfuerza o se frustra por no poder presenciar un estreno tan suscitador como una ópera de Puccini. Aquí dejo abierta la puerta a la oportuna carta que sé, que el momento de leer la crítica, se está redactando en las oficinas de la FMTNS, en la que estoy seguro se esgrimirán los más adecuados criterios que sustentan la escueta programación del espectáculo (tres días) en la sala mayor del Teatro Nacional Sucre, así como la, supongo que, acertadísima y abundante difusión popular de los eventos de puertas para afuera (seguramente que incorporarán la exhibición de la presente obra en una gira que incluirá barrios y poblaciones nacionales.) Creo que, no obstante, es imprescindible esta información de cara al público, ya que así, aprendemos lo mucho que supone sentarse en un sillón de gerencia cultural, con números que a veces no alcanzan y con entusiasmo e ideas de cambio. Lo digo por experiencia. Insisto en el Thommas Mann que juzga inválida cualquier crítica que no suponga una confesión, una entrega por parte del crítico.

Alguien tiene que decirlo: En un momento muy importante para todo el Ecuador, cuando los derechos ciudadanos se toman –por fin- los pasillos de nuestra malbaratada institucionalidad política, asistir a un espectáculo glamoroso de la talla de una ópera, que cuesta (de promedio) entre una tercera y una media parte del sueldo mínimo interprofesional, es francamente incongruente.

Y esto no le resta ningún valor a la gestión financiera de la FMTNS, ni peor todavía a su apuesta de programación y concepto creativo, ni muchísimo menos al valor artístico de los solistas o coristas de las Compañías Lírica Nacional y Coro Infanto-Juvenil de la propia FMTNS.

En este punto, intento una elipsis narrativa para, obviando lo anterior que me parece tremendamente importante, resaltar algunas autenticidades como la arrebatada y vehemente verdad con que trabaja Vanesa Lamar el papel de Musseta. No solo destaca su excéntrico entusiasmo, sino, más aún, su suave voz llena de registros cromáticos cuando se amolda al frenesí con el que interpreta. Es de resaltar en papel lo que en escena descuadra a una conservadora y un poco falsa puesta en escena. María Elena Mexía, la directora, en el speech del programa de mano, nos cuenta una idea que apenas entrevemos al discurrir el espectáculo. Asegura que nos toparemos con una puesta en escena donde ha desaparecido la cuarta pared en pos de una verdad superior e íntima que los intérpretes utilizan para ejecutar la partitura.

Cabe destacar la dificultad técnica con la que los artistas se enfrentan al combatir con este Puccini. El autor italiano que vivió la transición del cambio de siglo entre el s. XIX y el s. XX, vivió y cerró la encrucijada que supuso la revisión de los patrones estéticos imperantes del romanticismo y posromanticismo, al que le puso un brillante broche de oro con su inacabada ópera Turandot –nadie puede pensar en Puccini sin recordar el suave y vibrante despertar que la princesa de oriente vive al escuchar Nessun dorma-, donde lo bizarro de los orígenes del bel canto, se mezcla con la regia tradición que Wagner impusiera en el género para hacer de él un arte específico, fuera de la comprensión canónica musical, o escénica, o narrativa, o poética, en que finalmente la ópera se configura para finales de siglo, y cuando surge el realismo como corriente contestataria a todo romanticismo. La Bohème contiene un dudoso componente que genera gran desconcierto, este es el entorno en el que sitúa la acción el autor de la novela a partir de la cual Puccini extrajo la trama (Escenas de la vida bohemia de Henry Murger.) La fuerte impronta de autores narrativos como Gustave Flauvert o de autores dramáticos como Antón P. Chéjov, se cuela entre los hilos de la trama de Murger para aparecer un tanto obsoletos en la apuesta de Puccini, al que sólo le interesaba la intensidad dramática con la que los protagonistas amaban y vivían. Aún no podemos hablar del génesis del arte de la interpretación escénica que fue encarado en Moscú por Konstantín Stanislavsky, ya que él desarrolló sus postulados a lo largo de su carrera; sin embargo, es importante señalar que aquel teatro coreografiado, falso y recitado, que él describe muy bien en El Trabajo del Actor Sobre sí Mismo, se nutre directamente de la estética romántica.

Tenemos algunos elementos para aterrizar en la premisa con la que partíamos: La puesta en escena peca de falsedad o simplemente necesita del arcaísmo para ejercer naturalismo sobre la propuesta del compositor. Es decir, somos artistas y público del siglo veintiuno, gustosos de enfrentarnos a una partitura que supera los ciento veinte años, como cuando leemos lírica antigua o cualquier soneto escrito por un William Shakespeare que vivía dentro de unos condicionantes culturales que, por ejemplo, obligaban a actuar de mujeres a ciertos hombres, ya que la mujer se veía relegada de dicha función por la imperante noción religiosa que imponía la iglesia. Entonces, o forzamos la reconstrucción de los sistemas culturales de creación de cuando la obra fue escrita, para lograr una fidelidad a medias pero necesaria para la comprensión aristotélica del texto, o nos enfrentamos con toda la dificultad que supone encarar este casi siglo y medio de repensar el arte desde las vanguardias y, sobre todo, de lo que supone hablar de acciones dramáticas ejecutadas por cantantes.

Bastante lejos ha quedado ya lo bizantino en la concepción de la ópera como arte absoluto e independiente, sin embargo, ni como cantantes, ni como músicos, ni como actores, ni como puestistas, podemos enceguecer nuestra lectura simbólica a favor de salvar un montaje que peca de inocente por ser más fiel. Otra cosa bien distinta hubiera sido, el invitar a un artista plástico o visual ecuatoriano (conozco más de tres), para que proponga un espacio en donde transitar con un texto repensado desde nuestra contemporaneidad. Eso o gastar más dinero en escenografía, por ejemplo. Pero esto hubiera significado un verdadero lujo para nuestras economías. Son ideas vagas del crítico que no tienen por qué ser tomadas en su literalidad, mas sí en su empeño.

Así, Musseta se bate en una propuesta que encara al público rompiendo verdaderamente esa cuarta pared que le impone la puesta en escena y al mismo tiempo ese falso recogimiento que Puccini permite a Rodolfo (un sorprendente y futurible Jorge Cassis) y a Mimí (la parca y poco entregada María Isabel Albuja.)

La ópera de flujo musical continuo, nacida de la mano de Wagner, arriba con Puccini a posicionarse como una compleja tablazón de elementos narrativos, dramáticos y musicales que juegan un desarrollo permanente e invisible para atender a unidad semiótica. Esta particularidad conlleva una tremenda responsabilidad para el director, pero sobre todo para unos músicos que deben acariciar las notas que bailan por encima de las melodías de los solistas y el coro (valiente pero inexperto).

Por todo lo expuesto, destaca particularmente la intervención de la Orquesta Sinfónica Nacional que, no por primera vez, pero sí por singularidad, esta ocasión me ha emocionado tremendamente. Considero que entre los músicos y su director, fluye un auténtico diálogo que adorna constantemente la presente propuesta con un lenguaje artístico propio. Por esto, es bueno que nos sintamos contentos ya que empezamos con buen pie una Compañía Lírica Nacional, pero señoras, señores: ¡Tenemos una orquesta!

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